Callejones
Al final de la barra, esquivando una ráfaga de miradas muertas y cómodos silencios, unos metros a la derecha de la vieja fotografía firmada por Frank y los muchachos, hay una puerta invisible. La puerta da a un callejón. No es un callejón especial. No es más mugriento. No es más lóbrego. Ni silencioso, ni triste. La luna no se refleja de forma poética. Ninguna celebridad murió a manos de un amante despechado. Nunca inspiró una canción. Las fachadas grises, las ventanas, las escaleras de incendios, los contenedores, las ratas, la suciedad, el aire, la oscuridad, el ruido… todo es tan común como en cualquier otro callejón del West-Side.
Dave Mannilow asegura que nunca ha pisado el callejón, que nadie jamás usó la puerta de atrás del Korova. Por una vez, no como en la realidad, basta de coincidencias. Son demasiados los que abandonaron mi vida por esa puerta trasera. Y no sólo polizones. Entre todos los pasajeros con billete con los que me hubiera ido a pique sin dudar, de entre todas las almas que cruzaron esa puerta, de entre los que merecían una despedida amarga o alegre, regada con vino o con lágrimas, de abrazos infinitos o palabras mudas, pero una despedida al fin y al cabo, la que más dolió fue Rose.
Hasta el 54, mi único compañero de viaje había sido Logan, un gato famélico y suicida que rondó la puerta de mi apartamento durante casi dos años. Aquel bicho había pasado tanta hambre, que al ronronear sus costillas vibraban como el fuelle de un acordeón. La mañana en la que Logan agotó su séptima vida al batirse en un duelo desigual, Rose se instaló en el edificio. Dos semanas más tarde, en mi vida.
No es la hora ni el lugar. No tengo whiskey suficiente. Ni la luz, ni la jodida música es la adecuada para hablar de Rose. Sólo sé que si hubo señales, no vi ninguna. De haberlo hecho, hubiera puesto más empeño en todos los últimos. El último beso, la última mirada, la última caricia… “volveré tarde, pecas”, no hubiera sido el epitafio de aquella relación.
Todos confirmaron que era lo mejor. Un disparo seco, a bocajarro, para que el dolor fuera tan fugaz como el aroma de la pólvora. Nando Delgado, un mexicano flaco y desaliñado que tenía la extraña virtud de viajar a lomos de pesares ajenos, me dijo una noche en el Korova:
_ Jake, prefiero los finales inmediatos y misericordiosos a las amistades largas y malintencionadas.
Ya. También hay quien prefiere la amarga rapidez del cianuro al encanto lento y homicida de la nicotina… pero a mí siempre me gustó componer soledades en el humo.
A veces pienso que Perry y yo somos como dos niños que crecieron en la misma casa, solo que un día él salió por la puerta de atrás y yo por la de adelante.
Truman Capote (Philip Seymour Hoffman) · Capote