lunes, mayo 28, 2007

Fine and mellow


Me gusta ser acariciado por la áspera voz de Vera Sampson los jueves por la noche en el Korova. Vera no es una corista al uso. Es una de las pocas cantantes a las que 15 años de tabaco no han provocado que con cada nota se escape una flema de nicotina por su garganta. Es infame, pero en una ciudad en cuya bandera podría ondear la guitarra de Muddy Waters , Vera es la única diva del West-Side que todavía puede distinguir una clave de sol de un sacacorchos. Pero lo que convirtió su voz en algo especial fue descubrir, que en el jazz, cualquier acorde suena mejor si se pulsa sobre una vieja herida.

Ataviada con un vestido de satén sin escote, largo, de color claro, y ajustado para resaltar su desgarbada figura que se cimbra al compás de la trompeta de Lew Donovan, Vera susurra su historia cada semana desde el pequeño estrado que Dave habilita en la parte central del club. Siempre el mismo ritual. Canciones de Bessie Smith, Ella Fitzgerald y June Christy se dibujan a carboncillo sobre una partitura de humo. Y como trágico epílogo, el Fine and Mellow de Billie Holiday. Gus Revert aseguraba sobre ella, que al llegar a la parte en que su mágica voz de chocolate decía aquello de

Love will make you do things
That you know is wrong

las notas estallaban en mil pedazos y en sus ojos se estrangulaba una lágrima.

Vera siempre se jactó de ser una mujer fuerte. Aseguraba no sentir ni una sola de las palabras que cantaba.
_ No puedo lamentarme de algo que no recuerdo. Hace tanto tiempo que no beso con saliva que no sé que significa el desamor.
Mentía, naturalmente.

Fue Hartigan quien me encargó un reportaje sobre la música de Vera. Apenas llevaba 3 meses en el periódico y recuerdo la entrevista (su voz sonaba tan diferente al hablar) como si fuera ayer. Vera me confesó días más tarde que hubiera sido mejor utilizar mi cierre de artículo para cortar la hemorragia de un mal afeitado.

_ Jake, no se me ocurre una razón peor para abandonar a una mujer.
_ Podría haberte dejado por otra, haberte engañado.
_ Si me hubiera traicionado, tendría una razón para odiarle. Así sólo me odio a mí misma por seguir cantando para él cada noche.
Vera pronunció aquello como quien recita la tabla del seis. Después, y justo antes de marcharse, me besó. Supe que aquellos labios silbaban como nadie la nana de la desesperanza cuando el carmín bailó un blues en mi mejilla. Por la suya desfilaba el cadáver de una lágrima asfixiada.


_ La música debe tener el rostro de una mujer a la que quieres enamorar.
Don Gregorio (Fernando Fernán Gómez) · La lengua de las mariposas

miércoles, mayo 02, 2007

El hada verde


… digamos que no fue una presentación formal. Me había confundido con uno de sus encargos y el cañón de su revólver fabricaba un segundo ombligo en mi nuca. Me faltaba frente para sudar y el miedo redujo tanto el tamaño de mis pelotas que tardé más de una semana en volver a localizarlas.
Todos sabíamos que Peter Cost solía aderezar sus anécdotas con demasiada pimienta pero cualquier condimento resultaba escaso a la hora de hablar de Moe Carrick. Reunidos en torno a la mesa del reservado del Korova, las cuatro almas que disfrutábamos de la absenta de contrabando de Dave nos reímos como si el hada verde ya hubiera comenzado a hechizarnos.

A Moe Carrick le gustaba decir que solucionaba problemas. Aquello era como calificar de ligeramente atrevido el infinito escote con el que Minnie Davenport quemaba mis pupilas desde la barra, pero como cualquier eufemismo era cierto en el fondo. Y el fondo de aquel desfiladero de carne blanca, por el que, lo juro por dios, danzaban en perfecta coreografía perlas de sudor, es lo que me hubiera gustado explorar aquella noche, pero decidí que ya tendría tiempo de volver a perder la última oportunidad.
Moe ‘Cara de palo’ Carrick, era un profesional de la persuasión. Su mueca dura, solemne e imperturbable era una señal de peligro en piel. La mejor manera de gritar en silencio aquello de “no me ponga las cosas más difíciles, amigo”. Su reputación le permitió ser uno de los pocos que en el viejo Chicago trabajó para los dos clanes O’Donnell. Y lo jodidamente sorprendente, podía contarlo.

Pero si Peter le había dedicado su primer desvarío era porque Moe fue durante muchas noches un compañero para la siempre extinta fauna del Korova. No, no era amistad. Pero su hermana fea, la camaradería, siempre infravalorada, era más que suficiente para aquella época en la que lo más brillante que podíamos ofrecer a la vida era la hebilla del cinturón. Moe era un hombre de costumbres y siempre escuchaba las historias de barra con un Philip Morris en la boca y un Long John doble en la mano. Era meticuloso, introvertido y de fiar. Nunca olvidaba una cara, y aunque pensaba que había perdido su acento sureño, en su aliento todavía podía olerse el arroz recién cosechado de Arkansas. Al piano interpretaba aceptablemente a Gershwin y era, de largo, el peor contador de chistes de todo el West Side.

Joder, Moe hubiera debido estar allí aquella noche, pero el destino, que suele vestir medias de rejilla y zapatos rojos, decidió por una vez adquirir un aire menos sofisticado, y se disfrazó de billete de lotería.
No he vuelto a hablar con Moe desde el 57. El otro día escuché que ha dejado el tabaco y que el único humo que respira es el del vapor de su jacuzzi. Las malas lenguas dicen que ahora los mayores riesgos los toma cuando juega al críquet sin protección en la parte alta de la ciudad.

No sé qué ocurrió. Por un instante silencié la histriónica carcajada de Dave, rompí el hechizo del lobuno amago de sonrisa de Paul, y enjuagué las lágrimas que Peter no podía controlar cuando reía. Todo para preguntarme si mis recuerdos, como las historias de Cost, habían pasado por el quirófano de la memoria. Para interrogarme sobre el auténtico Moe. ¿Era el del último brindis a la salud del amanecer? ¿O el que olvidó (o peor, fingió olvidar)? ¿Era aquel tipo capaz de pedirle cuentas al mismísimo Capone? ¿O el que desayunaba domingos con el Wall Street Journal? Quizá lo fueran ambos y si el camaleón muda de color para camuflar su piel, el ser humano prefiera camuflar sentimientos y pasiones. Quizá no fuera ninguno y sólo Moe Carrick conozca al tipo de la cara de palo. Quizá eché de menos a alguien que jamás existió. Quizá rebaje la próxima copa con agua helada.


_ Trabajo de psiquiatra. Actualmente estoy tratando a dos parejas de hermanos siameses que sufren de doble personalidad. Me pagan 8 personas.
Leonard Zelig (Woody Allen) · Zelig