jueves, agosto 07, 2014

Al otro lado de la barra

Las noches al otro lado de la barra son para profesionales. Para tipos acostumbrados a atender a clientes arruinados y limpiar la barra de escombros de pasiones con las formas diligentes y asépticas de un cirujano. Según presumía Dave Manilow, el ladino dueño del Korova, “son casi modernos hombres del renacimiento, expertos en leyes, psicología, economía, relaciones de pareja…”. Lo que la visión romántica de Dave no citaba es que invariablemente estos tipos eran calamidades en sus vidas. Capaces la misma noche de servir mil copas sin desperdiciar una gota, mientras derramaban su matrimonio sobre la barra.
Hay camareros sentenciados para la profesión, como Ray Jennings. Un tipo intachable en su cometido y una ruina para todo lo demás. Trabajó en el Korova quince meses de forma ejemplar, ganándose el aprecio de todos. Discreto y atento en su labor, al acabar su turno Ray olvidaba el camino de regreso a casa. Partidas clandestinas, whisky o cualquier escote, lograban que su mujer e hijos olvidaran su cara durante días. Hasta que una noche en una partida, hirió con una navaja a un tipo y mató su matrimonio: le cayeron cuatro años de prisión.
Nada más salir de la cárcel Ray volvió al Korova. Dave nunca tuvo problema para contratar a tipos cuyos antecedentes hicieran juego con las arrugas de su camisa. Al poco, una noche cerrando, charlé con Ray sobre su vuelta al club. Divorciado y sosegado, era un tipo nuevo.
- Cuando salí de la cárcel regresé a Chicago con la sensación de arrastrar varias maletas llenas de vacíos. Todo parecía cambiado, la ciudad me parecía ajena…, ¡como si hasta el maldito lago Michigan lo acabaran de estrenar! Pero muchacho, al entrar en el club uno reconoce su casa. Verás Pike, yo nunca tuve un hogar. Éramos siete hermanos y mis padres tenían varios trabajos para servirnos un poco de hambre tres veces al día. Con quince años me fui de casa y con diecinueve entre en un matrimonio que apestaba a burocracia. En mis siete años casado creo que no dejó de llover ni un solo día. Me aficioné al juego, al alcohol…. Pero, ¿sabes Pike?, he cambiado. Ahora estoy bien –apuntaba tranquilo mientras limpiaba la barra.

Pero esa etapa duró para Ray hasta la noche en que miss Florida del 67 actuó en el club reconvertida en cantante: ciento ochenta centímetros de eslora y una sonrisa a prueba de una división de artillería. La clase de mujer que te hechiza y detestan tu madre, tu hermana y tu contable, y que por más que lo intentes acaba deslizando tu mirada hacia su escote.
Él sabía de carrerilla el protocolo para conquistar a una mujer así: restaurantes caros, joyas y ropa. Al poco de empezar con ella Ray comenzó a pedir prestado: primero a Dave un anticipo de su sueldo y luego a cualquiera de los usureros que pululaban por la ciudad. Y de nuevo Ray estaba metido hasta el cuello en deudas con tipos de Chicago, a los que la sonrisa les huele a diez años y un día.
Sabedor del problema en que nadaba, en su última noche liquidó con Dave, recogió sus pocas pertenencias y se marchó hacia la estación de autobuses. Mi última imagen suya es su contorno en la salida del Korova, con una pequeña maleta en la mano y dos dedos en la frente a modo de saludo militar, a la caza de su siguiente fracaso.

Fue el viejo profesor Gus Revert, que había conocido incontables camareros, quien mejor comprendió la situación. Pike, muchacho, es siempre la misma historia. Estos tipos vienen, atienden la barra,  hacen su trabajo y nunca falta un maldito dólar al cuadrar la caja. Pero acaban marchando porque realmente, su única preocupación, es como borrar de su brazo el nombre tatuado de la próxima mujer que van a conocer.



— El barman es el aristócrata de la clase obrera, puede conseguir todo lo que quiera
Doug Coughlin (Bryan Brown) · Cocktail