Come on Chuck Simmons!
Recodos del tiempo. Así es como Dave Mannilow bautizó las viejas fotografías que aspiraban a disimular el ruinoso estado del papel pintado de la pared tras la barra del Korova’s Club. Aquella noche, tras cruzar la vidriosa frontera de la embriaguez, me detuve en una de las muchas estampas que tan mal encajaban en un club donde había varias órdenes de busca y captura contra la felicidad. 4 sonrientes jóvenes con el uniforme de los Chicago Cubs arropaban a un quinto hombre - atractivo, maduro, impecable traje negro, una infame cantidad de gomina, sonrisa calibrada sin margen de error y un brillo en las pupilas impropio del sepia de la imagen -. Aquellos ojos de zorro pertenecían al dios de una mitad de la ciudad, al hombre que resucitó hasta dos veces a un equipo con la derrota tatuada en el espíritu; aquella mirada era el santo y seña de Chuck Simmons, el legendario entrenador de los Cachorros...
Los jóvenes de Cicero imprimían su currículum en calidad borrador y todas sus ilusiones se convertían en papel mojado, ahogado más bien, por una realidad que, en aquel barrio, sólo conocía la connotación peyorativa del término. Los jóvenes hispanos de Cicero tenían incluso menos opciones. Dos concretamente: los White Sox y los Cubs. El joven Chuck Simmons, tuvo que elegir pronto entre el cegador brillo de las pálidas medias y la inmaculada historia de los White Sox, o las breves y famélicas alegrías, cultivadas como en barbecho, de los Cubs. Chuck Simmons tomó el camino equivocado. Y acertó. Desde su santuario entre la segunda y tercera base, Chuck lideró la defensa de un equipo temible, que fagocitó sus complejos y acabó con su leyenda negra en las Series Mundiales. Dentro del campo era el alma y el coraje que empuñaban el resto de sus compañeros. Fuera era el altavoz de cuarenta mil gargantas que movían a empellones al equipo. Pero Simmons se marchó. Y el eco del alirón se consumió apagado con sordina.
Cuando 15 años después, Chuck regresó al Wrigley Field como entrenador, se encontró un equipo aterido de miedo (al éxito, al fracaso, al ostracismo), el calco de un boxeador con la mandíbula de cristal, preso en su propio estadio y con el runrún de su público como carcelero. Al cruzar la puerta del campo el primer partido tras su regreso, el club rejuveneció de golpe, y Simmons con él. Y todo cambió. Se incautó de la tristeza de los jugadores, y con una consigna innegociable, el sacrificio, desplegó un juego alegre y eficaz, seductor e implacable. Y todo ello con una plantilla que quizá no era la mejor de la liga, pero que asumió y entendió al club, y fue la mejor que aquel equipo habría podido desear.
Los cuatro jóvenes de la fotografía que acompañaban a Simmons formaban una trinidad tan imperfecta y genial que necesitó de cuatro vértices y varios decimales.
Allí estaba Gilbert Grabois, un tallo de Nueva Orleans al que para mirar a los ojos se necesitaban cadenas. Con tila en las venas y las sinapsis nerviosas amputadas. Un primera base que jugó su primer partido con toda una carrera de experiencia, con la cara de un niño y las hechuras y cicatrices de un veterano de guerra.
De pie junto a Gilbert se encontraba John Francis, exterior derecho, defenestrado por unos White Sox con los que no casaba su estética, y lo que era peor, su ética. Un jugador que podía alardear de que jamás alardeaba y que hizo del esfuerzo su bandera.
El más cercano a Simmons era Murat Taraman, catcher; una paradoja, una celada, una trampa, una emboscada con piernas. Imprevisible y genial. El brazo ejecutor de Simmons en el diamante.
Y un poco más alejado del resto se hallaba Dick ‘Dirty’ Coast, el bateador estrella de aquel mítico equipo. Coast era un jugador que dejaba un rastro de tierra quemada a cada paso y una nube de azufre con cada home run. Mascaba nicotina e insultos a sus rivales, y su mirada - a los ojos, enfocando con dos agujeros negros que atrapaban el coraje del enemigo - bastaba para que los exteriores retrocedieran varios pasos cuando se acercaba a la caja de bateo. Coast golpeaba de forma tan violenta a la pelota que cuentan que una tarde el entrenador de los New York Mets situó a sus exteriores fuera del Citi Field cuando Dick se dirigía a batear.
Aquella fotografía autografiada, aquellas caras alegres, encajaban en el Korova como un tutú en la cintura de Rocky Marciano o una ametralladora Thompson en los brazos de Joan Fontaine. Por eso esperé un instante más. Y creí escuchar a Simmons decir: “Hace 15 años tomé el camino equivocado. Hoy he vuelto a hacerlo. Y he vuelto a acertar.” Debió ser la ginebra.
— ¿Cómo no ser romántico sobre el béisbol?
Billy Beane (Brad Pitt) · Moneyball
3 Comentarios:
5Un gazapo: "se encontró un equipo aterido de medio (al éxito, al fracaso, al ostracismo)" creo que la palabra aquí sería miedo
No siempre las equivocaciones son un error, tu relato es muestra de ello...
Besos
Y a mí se me fue otro gazapo en mi comentario anterior, el "5". jejejeje
Más besos
Laura, contigo los gazapos, los errores o los pecados, siempre son de agradecer.
Publicar un comentario
<< Home