Réquiem para teclado y carro
A José Luis Alvite.
Habían pasado tres días desde la muerte del columnista Lewis Alvin, y su amigo, el doctor David Gist, se acodaba en la barra del Korova mientras hablaba con Charlie Irons.
— Recuerdo sus dedos — continuó Gist —. Amarillos, casi desteñidos y cuarteados como un pergamino. Recuerdo un verano en que los cigarrillos le habían dejado en el dedo corazón una marca lívida, como una vitola blanca en un bronceado habano. Recuerdo que incluso una vez le vi airear su habitación con un pitillo... Recuerdo el humo con el que anudaba sus metáforas. El cáncer había carcomido sus entrañas pero no va a difuminar el carboncillo de esos recuerdos.
Gist levantó un dedo para pedir una copa para él y otra para Irons.
— Yo sabía que no estaba dispuesto a ser el tipo que espera la decisión del jurado (aún cuando la incertidumbre del veredicto se atenuaba con cada zarpazo de dolor) mientras cuenta los rombos de su jersey — ahora era el periodista Charlie Irons quien hablaba —. Seguía apareciendo por la redacción con un horario tan inestable como las promesas de un político. La única constante era su absoluta aleatoriedad y el respeto que infundía en los más jóvenes. John Talbot, jefe de internacional, aseguraba que había algunas máquinas de escribir que todavía tartamudeaban en su presencia, intimidadas por aquella metástasis de símiles y aforismos.
— Aquel falso y estudiado desaliño en su forma de vestir, aquella caótica agenda laboral, contrastaba con la solemnidad y rotundidad de sus escritos. Con cada palabra, el folio iba transformándose en mármol y las teclas en el cincel que lo esculpían. Una noche salí tarde del periódico y lo encontré en su mesa, asomándose al precipicio de la montura de sus gafas para ajustar el papel al rodillo de su Underwood nº3. Con una camisa de cuadros tan anacrónica como aquella maravillosa máquina. Esa misma noche me confesó. — ¿Sabes muchacho? Yo quise ser músico de jazz, incluso aprendí a tocar el piano, pero abandoné cuando me di cuenta de que ni siquiera sus teclas negras dejan manchas de tinta. — Supongo que es lo que todos bautizarían como un periodista de raza. Supongo que él mismo podría considerarse como tal si no detestara la expresión.
Las manos de Irons tamborileaban sobre una barra despejada, huérfana ante la demora del camarero.
— Su ex-esposa me pidió que escribiera un discurso para su funeral. Fue como pedirme que asesinara a un revólver. El panegírico digno de Lewis tendría que ser autobiográfico y leído por la camarera de un club. Cualquier otra cosa sonaría afectada. Dios, en lo único que podía pensar era en coronas fúnebres con dedicatorias del condado de Bourbon y el estado de Tennessee. Tus amigos Chesterfield y Lucky no te olvidan. En letras negras. Sobre un círculo rojo.
Dave Mannilow, el dueño del Korova, se dio cuenta de que llevaba tres vasos de Jim Bean etiqueta negra para solo dos clientes. La maldita costumbre. Una costumbre que llevaba tres noches de riguroso luto.
— La muerte de cualquier hombre me hace sentir más pequeño, porque tengo un compromiso con la humanidad. Por eso, nunca trates de averiguar por quién doblan las campanas, están doblando por ti.
Robert Jordan (Gary Cooper) · Por quién doblan las campanas.
1 Comentarios:
Jodido género el discurso fúnebre. La última vez me quedé con el el alfabeto congelado ante los dedos.
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