Sin h

En el Korova, como en tantos otros bares, como en tantos otros sitios, amistad y amor se escriben con “h”. Y eso cuando se escriben.
Hay hamores de una noche, de barra, por venganza, para aplacar la soledad y las ganas, hamores de a dólar con cincuenta, de sudor y saliva, de champán barato y catre más barato aún.
Hay hamistades viejas, de palmadas y bromas, por conveniencia, porque no quedaba otra, de toda una vida o de toda una tarde, pero hamistades con miedo y sin intimidad, que no se desnudan ni lo harán jamás.
Aquella tarde ella volvió a presentarse. En sueños, como solía hacerlo. Estuve a punto de llamarla. Por eso me alegró ver a Paul Martins en la barra del Korova. Se dejaba las dioptrías en el escote de Minnie Davenport mientras levantaba un dedo para pedir ginebra con un hilo de tónica.
_ Muchacho, ¿qué entiendes por un hilo? Sólo presentásela, que no se case con ella.
La primera vez que vi a Paul Martins, embobaba con una historia salpicada de sexo y cinismo a un público de impúberes reclutas. Fue durante la Segunda Guerra Mundial, en un pequeño pueblo junto a la frontera belga tan destrozado por el fuego cruzado que los soldados respirábamos ceniza y escupíamos barro. Paul se había librado de la mierda y la sangre de las trincheras gracias a un rebote de metralla que le mutiló el dedo meñique del pie. Un golpe de suerte que le llevó a redactar ordenanzas en un mugriento cuartel a salvo de la división panzer y su jodida costumbre de dar los guten morgen a cañonazos. Desde aquel día los comunicados de los ineptos altos mandos comenzaron a destilar un poco de humor negro y un mucho de ironía.
La suerte le siguió acompañando toda su vida. Su trabajo le gustaba tanto como los italianos a los irlandeses, pero disfrutaba con él y era el mejor haciéndolo. Encontró a la mujer de su vida y la amarró tan fuerte que ni siquiera la tuberculosis pudo arrebatársela. Nunca caminó solo y su dialéctica eficaz, de chico del barrio, de palabras útiles y verdades hirientes le convirtió en un tipo respetado.
Seguía contando las mismas historias sobre mujeres imposibles y sexo sucio, y aunque el público no era el mismo, continuaba reaccionando igual y preguntándose si todo aquello era cierto o fruto de su poderosa imaginación de mercachifle. ¿Qué importaba? Todos disfrutábamos con ellas.
Normalmente me las arreglaba con bourbon, pero esa noche no. Era el único con el que podía contar cuando ella me dolía. Esa noche no quería haches.
_ Hola Paul.
No sólo lo dejaste sin nombre sino que lo llamas Hache. La hache no existe, es una letra muda y encima encerrada entre paréntesis. Lo borraste. Si borraste lo que más querés, ¿qué podemos esperar los demás?
Alicia (Cecilia Roth) · Martín (Hache)