Como una mala canción.

Querido Pike:
Hace mucho que Sean me dijo de ti. “Es la clase de tipo al que le podrías confiar la vida pero nunca tu bolso”. Con el tiempo supe que tenía razón y que tú mejor que nadie entenderías el contenido de esta carta; que tú comprenderías que en mi casa me enseñaron a terminar la comida del plato y, si había un segundo, a tener remordimientos. Por eso sé que sabrás explicarle a mi marido mejor que yo que la distancia entre la felicidad y la rutina a veces no es más que un estómago lleno.
Sabes que me gustó el tiempo que pasé de corista en el Korova. No me arrepiento de lo que he sido. Cuando dejé el club por Sean pensé que había llegado el momento de dar un giro a mi vida, pero he aprendido que hay caminos que sólo te llevan al origen y que una mujer como yo solo tiene sitio en un matrimonio como causa de divorcio. Él quería domingos por la tarde y yo noches que acaban por la mañana. No puedo vivir con un hombre que me conceda a mi menos tiempo que a su tránsito intestinal. Dios santo, Pike, algunas noches tuve la sensación de que a Sean y a mi nos separaban quince años y cuarenta inviernos. Nunca me acostumbré a un tipo que para hacerme el amor se ponía las gafas.
Esa misma noche le di la noticia a Sean. Sabía que un tipo capaz de aguantar la respiración con las pestañas no iba a rechistar aunque porque su mujer se fugara. Pero, maldita sea, no vi ni un recoldo de pena cuando Sean pidió sus primeras diez copas.
Habían pasado décadas de aquella carta cuando la volví a encontrar trabajando de camarera en el Moto, un restaurante de la zona norte. Uno de esos lugares en los que la comida es tan mala que vomitas hasta la propina. Pero su mirada seguía siendo un balazo del calibre cuarenta y cinco y su belleza una certeza sin fisuras. Ella me reconoció y sonrió. Quise romper el hielo: “estás más gorda”. Ella sobre seguro “sigues siendo un cabrón”. Y mirándola recordé su maldita habilidad para disimular la pequeña cicatriz de su cara con solo aflojar un par de botones de la blusa.
Le pregunté si estaba con alguien y me dijo que hacía años que vivía con un tipo que se dedicaba a sus negocios, y pronunció negocios como sólo sabe hacerlo una mujer que siempre los finiquita con sabor a sangre y decepción. “Pike, me dijo, se que no te lo vas a creer, pero un hombre como éste a mi me hace tocar el cielo. Desengáñate. Una mujer como yo solo mira hacia delante cuando su maleta está muy llena”.
Shannon me hizo recordar las lejanas palabras que le escuché a aquel periodista, Al, una noche en el Korova, cuando me explicó que una mala canción es igual a otra mala canción, como una mala mujer es igual a otra mala mujer. Sólo depende de lo que te contagie.
_ Tú te mereces algo mejor.
_ El último que dijo eso está ahí fuera. Enterrado.
- Jill, me recuerdas mucho a mi madre. Era la zorra más grande de Alameda y la mujer que más valía del mundo. Quienquiera que haya sido mi padre fue un hombre feliz. Durante una hora o durante un mes.
Cheyenne (Jason Robards) y Jill McBain (Claudia Cardinale) · Hasta que llegó su hora