domingo, octubre 28, 2018

Deudas y Despedidas

Las despedidas, las deudas y las enfermedades venéreas siempre llegan en mal momento. También el adiós de los jugadores trascendentales, que marcaron época en sus clubes, y cuya marcha alivia que se produzca sin necesidad de Betadine y puntos de sutura. Porque despedirse bien es tan complicado que hay que conformarse con dañar lo menos posible. Siempre es más sencillo soltar un “hola”, un “de acuerdo” o un “yo me pongo debajo”, que un “se acabó”, y todos tenemos fresca todavía alguna salida como la de Iker Casillas que, después de toda una vida entregado al madridismo, se fue contento con su segunda despedida, fría como una sala de autopsias, sólo porque la de unos días antes había sido espantosa, impropia de una leyenda de los blancos. O la de Agüero, un divorcio de manual, con infidelidades, mentiras y disputas por el dinero, al que sólo restó una pelea por la custodia del niño. O mención aparte merece la de Cristiano Ronaldo. Posiblemente el jugador más importante de la historia del madridismo que, tras nueve temporadas y un bagaje de títulos y goles descomunal, se despidió dejando el mismo lazo de afecto que el que se conserva con el director de un banco. Una relación provechosa, plusvalías para las dos partes y tanto cariño como el que se reparte en las ferreterías.
Joseba Etxeberría debutó en la Real Sociedad con diecisiete años y agitó mi conciencia para que supiese que me hacía mayor. Fue el primer futbolista de mi edad que llegaba a  primera división mientras yo todavía jugaba en la cantera de un equipo de tercera. Por entonces aún esperaba llegar a algo en el fútbol  si mejoraba mi disparo a puerta. Quince años después viajé a Bilbao para la despedida de soltero de mi amigo Jordi, y cerrar el círculo viviendo el adiós de Joseba en San Mamés. Era la retirada de un jugador de mi edad al que yo ya vi debutar. Ese fin de semana se dilapidó mi juventud, mis ahorros y un elevado porcentaje de mi hígado. Seguía pendiente la mejora de mi disparo a puerta.
Gabi y Torres debutaron muy jóvenes en el Atlético. Incluso llegaron a compartir vestuario alguna temporada en el Manzanares, en una etapa horrible del club, tan oscura y llena de problemas que en las oficinas del Calderón se trabajaba con frontales. Se arrastraba el desastre de una gestión nefasta, agravado por dos años en las cloacas de segunda, y el equipo apenas si generaba suficiente dinero para pagar a los contables que llevaban el registro de las deudas del club. Épocas propicias para adeudar favores, negocios oscuros y mercaderes de afectos, en las que no se ganó ningún título y los atléticos casi nos conformábamos con no echar en falta ningún trofeo de los que lucían en nuestras vitrinas. Era complicado que jugadores de la cantera se hiciesen un hueco y Gabi necesitó salir por dos veces para crecer como jugador. A Torres le ocurrió justo lo contrario; su crecimiento fue tan desproporcionado respecto al del club que buscó una salida cuando el resto del equipo a su lado parecía un juguete de Playmobil. Por mi parte, creía estar aún a tiempo de entrenar en serio los lanzamientos a portería.
El retorno de Gabi al Atleti produjo la misma sensación que si los Reyes Magos te dejan un par de calcetines y una bufanda en el árbol. Algo útil que no ilusiona. Pero en una época marcada por centrocampistas excelsos, de juego combinativo, Gabi en cambio encontró su territorio como la prolongación de Simeone en el campo. Acostumbrado a jugar los partidos con una tarjeta amarilla y pasar el resto del encuentro como un funámbulo, eso no le impedía ser luego el primero en presionar, en convertirse en el líder del equipo y un ejemplo para los demás. Unos años más tarde sería Torres el que regresaba, ansioso por dejar sus últimas gotas como futbolista de primer nivel en una etapa histórica del Atleti. Mi amigo Jordi llevaba ya un tiempo sin saber nada de su ex mujer. Tampoco había noticias de mejora del tiro con mi pierna derecha.
Hay días en la vida en los que llevamos tanta prisa y todo es tan urgente que no queda más remedio que pararse en un bar y echarse una cerveza. Es entonces cuando abres el periódico y asumes que dos leyendas del Atleti, Gabi y Torres, se han despedido del equipo de su vida, esta vez para no volver. Y lo han hecho con el mismo respeto y cariño que dedicaron al club durante toda su carrera. El Niño, porque Simeone lo máximo que podía ofrecerle era el rol de tercer o cuarto delantero, algo especialmente complicado para su entorno, porque siempre es difícil aceptar ser el último plato de tu pareja cuando has estado casado antes con ella. Poco más tarde era Gabi el que anunciaba su despedida, precipitada por una devastadora oferta económica y la convicción de que levantando la Europa League se había completado un ciclo. La marcha de dos jugadores así nos deja abrazando el hueco de su ausencia, que diría el maestro. Nos deja con la demoledora impresión de que el tiempo pasa rápido, que nos hacemos mayores y de que no hay nada que hacer con mi disparo a puerta. Pero, por suerte, nos deja la certeza de que se han marchado dos leyendas impecables, sin dejar ni una maldita deuda con el club.
Pike Bishop
(texto publicado originalmente en Sphera Sports el 25 de julio de 2018 Deudas y Despedidas)

jueves, octubre 18, 2018

Fútbol, bares y mujeres

Me gusta tanto el fútbol que sólo pongo los partidos en la tele para comprobar si lo que estoy leyendo en Twitter es correcto. Salvo el Atleti, el resto de equipos me producen tanta pereza que todos los encuentros se me hacen largos. Tal vez porque este deporte me interesa cada vez menos que lo que algunos opinan sobre él. Hace poco compartía esta idea con Quique, uno de esos amigos imprescindibles cuya conversación siempre está cargada de sentido común, aunque de su brazo esté colgando una jeringuilla con heroína: Pike, amigo, hemos llegado a un punto en que a nosotros, más que los partidos, lo que nos entretiene es su periferia. Los gestos, los detalles o los tacones de Inma Rodríguez, hace ya tiempo que nos interesan más que los goles, los regates y las polémicas.
Aunque lleva razón, no siempre fue así. Hubo una época en que el fútbol me apasionaba y ni dejaba escapar ningún partido ni me perdía los programas nocturnos de radio. Especialmente si eso aplazaba el momento de sentarme a estudiar. Si los miércoles había Champions nunca había examen al día siguiente, porque necesitaba ver también los resúmenes. Jugaba en varios equipos, leía los periódicos y las charlas con los amigos eran al noventa por ciento sobre fútbol. El otro diez por ciento, como para Best, desperdiciábamos el tiempo. Me obsesionaba tanto este deporte que muchos allegados se hastiaban de mí o incluso mi novia de entonces se ilusionaba con encontrarme algún día una mancha de carmín o el aroma del perfume de otra mujer, antes que con el MARCA bajo el brazo.
Es difícil saber que produjo este cambio. Descarto, desde luego, que sea por esa corriente de odio al fútbol moderno que me es ajena, y lo más probable es que ocurra igual que con el resto de amores, que conocen un estado febril, sobre todo en sus comienzos, que deriva con el tiempo en un cariño diferente, más sereno y sincero. También con el cine me ocurre algo similar. Tras muchos años de ardor, tengo ahora la sensación de que las películas de mi vida ya las he visto y tengo lleno el altar de mitos . Cualquiera de las que ahora consideran obras maestras, se me hacen bola y me interesan más bien poco. Sólo, en raras ocasiones, tropiezo con una película que no conozco de nada, me engancha, y le hago un pequeño hueco entre mis preferidas, contento por renovar el repertorio y mantener la fachada de cinéfilo. Eso sí, renegando de los éxitos comerciales.
Tal vez el motivo sea que me inquieta más la hora en que mi hijo sale de inglés que la del comienzo de los partidos de Champions. O puede que sea por las facilidades que ahora tenemos. No hace muchos años, apenas se podían ver un par de partidos de fútbol por semana. Dos o tres más si había copa o competiciones europeas. Ahora es diferente y se puede ver casi cualquier liga del mundo. Todos los encuentros, la información o las estadísticas las tenemos tan al alcance de la mano, como tantas veces soñamos, que ya no nos apetece verlos. Y cuando se está jugando unas semifinales de Champions yo estoy viendo en YouTube un vídeo con los goles de Ravanelli. Algunos tipos somos así, nos gusta más un bar oscuro con el cierre a medio bajar que el que está de moda y abarrotado. Nos atrae bastante menos una mujer codiciada que la que te puede dejar sin corazón, sin cartera y con una gran infección.
Estoy seguro de que por eso me seduce Gameseven.es. Porque es ese bar que acaban de abrir unos amigos, y a mí me gustan los locales vacíos que todavía huelen a pintura e ilusión. Cuando los camareros roban dinero de sus casas sólo para que la caja registradora del bar no esté vacía. Es en esos locales donde me siento a gusto, en familia. Y más todavía, porque sé que dentro de un tiempo es probable que sea uno de esos lugares abarrotados, donde ya nadie te conoce y hay que hacer cola para entrar. Y en los que un tipo como yo sólo puede acudir para que el portero le prohíba la entrada.
Pike Bishop

(texto publicado originalmente en Game Seven el 25 de septiembre de 2018 Fútbol, bares y mujeres)