Cualquier tipo en el Korova con menos de cinco detenciones corre el riesgo de ser confundido con un policía. Incluso, en cierta ocasión, llegó al club por un trabajo de camarera una jovencita procedente de un perdido pueblo de Arizona, y ofreció sus antecedentes penales como currículum. A Dave, el propietario del Korova, le duró la sorpresa el tiempo justo de preguntarle si podía empezar esa misma noche. En doble turno.
Por eso todos se extrañaron la primera vez que vieron entrar a Jim McDonagh, hijo del comandante de policía de Chicago Sam McDonagh, con una hoja de servicios tan impecable que habría servido para limpiar el jabón. Jim era hermano, sobrino y primo de otros doce miembros del cuerpo, una de esas estirpes irlandesas a las que bastaría el tañido de su orina contra el suelo para que sonase como si te estuviesen leyendo tus derechos. Jim llevaba del brazo a una espectacular mujer, cobijada por un abrigo de visón y una de esas sonrisas que te enamoran, pero te dejan la certeza de que te costará salud y dinero. Le bastó con levantar la mano para pedir un par de copas, encender un pitillo y una mirada a la mesa de póker, de las que sólo se ensayan en la cárcel o en un prostíbulo, para que todos comprendiéramos que encajaba perfectamente en el local.
No tardó en frecuentar el club y convertirse en un ser tan habitual como cualquier borracho o prostituta. Con el tiempo Dave me contó su historia y cómo, lejos de continuar la tradición familiar, Jim había decidido estudiar medicina. Pero mientras su padre soñaba con que algún día dirigiría un hospital, donde él mostró una verdadera vocación fue con las mujeres, el alcohol y los naipes. Le gustaba frecuentar partidas clandestinas, fiestas privadas y la clase de mujeres con las que uno se acuesta oliendo a Chanel y se levanta apestando a problemas. Hizo contactos en la noche con gente poco recomendable que pronto le vieron como uno de los suyos, hasta el punto de que la banda de Salvattore Cozzo acabó reclutándolo. Jim se convirtió en Doc, un médico que la banda utilizaba para ese tipo de urgencias por las que no se puede acudir a un hospital. Lo mismo entablillaba un brazo roto accidentalmente por un bate de béisbol, que extraía una bala, que solucionaba un embarazo inoportuno. Era uno de los suyos, hasta tal punto que el propio Cozzo aseguraba que el whisky Jameson de doce años y Jim McDonagh eran los dos únicos irlandeses que lo habían tocado en su vida.
Era un tipo de pocas palabras pero con una conversación agradable. De los que notas que lo más importante de la charla se lo ha quedado guardado. En cierta ocasión le insinué que había elegido una vida distinta de la que parecía destinado. Acodado en la barra, sin perder de vista a una de las nuevas camareras, me respondió:
—Toda buena familia debe tener a alguien que manche su reputación y sirva para dar fuste a las necrológicas. A mi padre le gustaba la música del poder— me dijo mientras echaba un trago a su whisky.
Todavía le pareció necesario explicarme algo más.
—A mí, muchacho, la única música que me gusta es el sonido del humo de un cigarrillo chocando contra una sonrisa barata, mientras saboreo el color de los hielos en un vaso.