jueves, noviembre 23, 2006

Sin h


En el Korova, como en tantos otros bares, como en tantos otros sitios, amistad y amor se escriben con “h”. Y eso cuando se escriben.

Hay hamores de una noche, de barra, por venganza, para aplacar la soledad y las ganas, hamores de a dólar con cincuenta, de sudor y saliva, de champán barato y catre más barato aún.
Hay hamistades viejas, de palmadas y bromas, por conveniencia, porque no quedaba otra, de toda una vida o de toda una tarde, pero hamistades con miedo y sin intimidad, que no se desnudan ni lo harán jamás.

Aquella tarde ella volvió a presentarse. En sueños, como solía hacerlo. Estuve a punto de llamarla. Por eso me alegró ver a Paul Martins en la barra del Korova. Se dejaba las dioptrías en el escote de Minnie Davenport mientras levantaba un dedo para pedir ginebra con un hilo de tónica.
_ Muchacho, ¿qué entiendes por un hilo? Sólo presentásela, que no se case con ella.
La primera vez que vi a Paul Martins, embobaba con una historia salpicada de sexo y cinismo a un público de impúberes reclutas. Fue durante la Segunda Guerra Mundial, en un pequeño pueblo junto a la frontera belga tan destrozado por el fuego cruzado que los soldados respirábamos ceniza y escupíamos barro. Paul se había librado de la mierda y la sangre de las trincheras gracias a un rebote de metralla que le mutiló el dedo meñique del pie. Un golpe de suerte que le llevó a redactar ordenanzas en un mugriento cuartel a salvo de la división panzer y su jodida costumbre de dar los guten morgen a cañonazos. Desde aquel día los comunicados de los ineptos altos mandos comenzaron a destilar un poco de humor negro y un mucho de ironía.

La suerte le siguió acompañando toda su vida. Su trabajo le gustaba tanto como los italianos a los irlandeses, pero disfrutaba con él y era el mejor haciéndolo. Encontró a la mujer de su vida y la amarró tan fuerte que ni siquiera la tuberculosis pudo arrebatársela. Nunca caminó solo y su dialéctica eficaz, de chico del barrio, de palabras útiles y verdades hirientes le convirtió en un tipo respetado.
Seguía contando las mismas historias sobre mujeres imposibles y sexo sucio, y aunque el público no era el mismo, continuaba reaccionando igual y preguntándose si todo aquello era cierto o fruto de su poderosa imaginación de mercachifle. ¿Qué importaba? Todos disfrutábamos con ellas.

Normalmente me las arreglaba con bourbon, pero esa noche no. Era el único con el que podía contar cuando ella me dolía. Esa noche no quería haches.
_ Hola Paul.

No sólo lo dejaste sin nombre sino que lo llamas Hache. La hache no existe, es una letra muda y encima encerrada entre paréntesis. Lo borraste. Si borraste lo que más querés, ¿qué podemos esperar los demás?
Alicia (Cecilia Roth) · Martín (Hache)

martes, noviembre 21, 2006

Perspectiva

_ ¿Viste la porno de anoche?
_ Claro.
_ Muy buena. No aguanté ni una escena. Española, creo.
_ Dirigida por un español, pero de producción húngara. 2005.
_ Es la mejor porno que he visto.
_ Tú has visto poco porno, ¿verdad?

miércoles, noviembre 15, 2006

Las mujeres del Korova


Las mujeres del Korova son de esa clase a la que nunca podrías acompañar a la iglesia, a las que nada más verlas les echarías treinta años y un día. Son mujeres a tiempo completo, que aprendieron que el sexo débil solo es el que se hace con fiebre y eligieron al hombre equivocado para evitar decepciones. Como Anna Sapiro cuando se casó con Bill Goldstein, un próspero vendedor de diamantes judío veinte años mayor que ella. Anna asegura que pasó los tres años más aburridos de su vida hasta que decidió divorciarse.
_ Pike - me confesó una noche - ha sido un infierno. Nunca me acostumbré a que aquel hombre me hiciera el amor con las manos en los bolsillos. En este tiempo la relación sexual más intensa que tuve fue con un supositorio.

También las hubo mucho más necesitadas, que no podían permitirse dejar a nadie. No he podido olvidar todavía a Minnie Davenport, una pequeña criatura, delgada y huidiza de veintipocos años pero con los rasgos de haber perdido todas las batallas. Dave se apiadó de ella cuando le pidió trabajo y la puso de camarera. La chica había pateado la ciudad buscando un papel como actriz conservado su orgullo, pero es difícil sobrevivir en una ciudad donde los carniceros venden los escrúpulos con la casquería. Había pasado tantas penalidades que su aspecto era lastimero. Dave sí se acostó con ella y me confesó que cuando entró dentro de Minnie tuvo la sensación de que algún juez le acusaría de allanamiento de morada.

Habían otras mujeres. A las que habían enseñado que al cielo sólo se va en coches robados y se conformaban con tener el nivel cultural suficiente para llegar a la altura de la bragueta. Mujeres cuya frase más inteligente era una felación. Decían de Bette Madsen que había nacido en un prostíbulo en un descanso de su madre. Heredó de ella la profesión y una sólida afición a las drogas que la convirtieron en un ser deambulante y patético. Algunas noches, cuando pasaba por el Korova y convencía a algún incauto para chupársela en los baños, Dave aseguraba que era lo primero caliente que se metía en el cuerpo en semanas.

Pero dejadme que os hable de Mary Gazzo. Aquella chica solo podía haber sido actriz, modelo o puta. Era una de esas mujeres que cuando te decía “mírame” tenía que especificar “a los ojos”. Una sabía combinación de sangre, saliva y sudor la había convertido en pieza codiciada por famosillos, políticos y demás fauna habitual del Korova. No era fácil verla sola, pero una noche me acerqué y le dije que lo suyo no era una sonrisa, sino un delito de chantaje. Mary sacó rápidamente su soberbia y me dijo:
_ No te confundas Pike, un tipo como tú nunca podría conseguir sexo conmigo. No pude evitar sonreír y contestarle:
_ Te equivocas nena. Tu recuerdo me será muy útil cuando vuelva a casa esta noche.

Mira, cuando una chica tiene menos de veintiún años está protegida por la ley. Cuando tiene más de sesenta y cinco está protegida por la naturaleza. Entre medias es legal.
Matt T. Sherman (Cary Grant) · Operación Pacífico

viernes, noviembre 10, 2006

Música para los días de lluvia



Hay quien odia la lluvia. Los atascos, los charcos y esa baldosa suelta que al pisarla salpica el bajo del pantalón. Yo sólo odio los paraguas.

Supongo que todo es cuestión de saber cómo invertir el tiempo. En una tarde de lluvia podría alquilar en un videoclub una película larga, o vieja, o romántica, o todo a la vez si es posible; encendería el brasero y me dejaría seducir por los suaves arrumacos de las faldas de la mesa. Podría releer aquella mítica novela de aventuras de mi infancia y descubrir que en realidad estaba escrita por un tuercebotas. O mantener una larga e inofensiva conversación telefónica con alguien a quien no llamaba desde hace meses (o años). Quizá jugar a ser depresivo bebiendo whiskey sin soda de la vieja licorera del mueble-bar. Y si el día no lo permite, al menos podría trabajar en la oficina hasta que el lameculos de administración decidiera marcharse y saliera victorioso en esa absurda batalla.

Son las siete de la tarde y ya es noche cerrada. Un día horrible en el trabajo. Charla del jefe, plazos incumplidos y la chica de personal que sigue sin saber que aquello de detrás del ficus soy yo. Subo al coche. El limpiaparabrisas se disfraza de metrónomo y me hace pensar que no hay nada como escuchar música mientras se conduce en una noche lluviosa. Así puedo comprobar que Sabina también estuvo en este lado de la Nube Negra. Sentir como propio el lamento de Thom Yorke clamando por una muerte dulce en Lucky. Viajar a Japón para perderme en la traducción de Alone in Kyoto. Compartir una botella de licor y culpabilidad con Rick Deckard en Los Ángeles de 2019 mientras un saxo inunda la atmósfera con una partitura de Vangelis. Puedo parar el reloj de Jorge Drexler 730 días. Y si Phil Collins logra convencerme, puedo pensar que estoy otro día en el paraíso… ¿Qué tal un poco de soul? ¿Algo de cool jazz? ¿Davis, Coltrane, Chet Baker? Y sin duda él. Van Morrison. Deberíais probarlo. Tupelo Honey, Have I told you Lately that I Love you, Here comes the night… No sé, cualquiera vale.
Ni siquiera Travis Bickle, ese encantador inadaptado, fue tan feliz patrullando Nueva York con su taxi.

Por cierto, ahí fuera sigue lloviendo.


La felicidad es una mañana de domingo leyendo el periódico con la persona que amas y escuchando viejos discos de Van Morrison.

Andera (Uma Thurman) · Beautiful Girls

jueves, noviembre 02, 2006

Derrota

Creo que todo empezó con Sabina y su universo de perdedores. Aquella chica de medias negras, el peor dotado de los conductores suicidas, todos los que tardamos en aprender a olvidar, tan joven y tan viejo... No ayudó Ethan Edwards cuando se quedó apoyado en el quicio de la puerta, ni Rick Blaine cuando insistió para que Sam volviera a tocarla una vez más. Tampoco lo hicieron William Munny, Pike Bishop y su Grupo Salvaje, y mucho menos Willie Conway cuando optó por olvidar a Marty, aquella Beautiful Girl a la que todos los demás no pudimos olvidar jamás

Cuando Bogart y Eastwood pierden, su armadura de caballero andante todavía brilla más y, en realidad terminan ganando, aunque simplemente sea un ático con vistas en nuestro corazón. ¿Pero, por qué? La respuesta era obvia, estaba ahí, pero no supimos verla… Porque son Bogart y Eastwood. Deberían avisar que jugar a ser perdedor en la vida real puede traer consecuencias catastróficas. “Rodaje realizado por especialistas”, “Consulten a su farmacéutico”, “No intenten hacer esto en sus casas”.



Comenzó con cosas banales, como los dardos, el poker y el cabello. A mitad de la partida me di cuenta de que los juramentos de amistad y amor eterno habían sido hechos sobre una biblia de ceniza. Los títulos de crédito asomaron cuando comencé a abandonar pequeños trozos de orgullo arrastrándome por lugares que fueron míos y que ya no lo eran. Cuando me di cuenta de que ya no me gustaba aquel traje de perdedor, cuando quise desprenderme de aquella coraza era ya demasiado tarde. Se había pegado a mi cuerpo y el disfraz se había convertido en piel, mi piel, mi yo.

Los perdedores sólo resultan atractivos en el cine o en una canción. En la vida real no. En la vida real han perdido el atractivo y hasta la mismísima puta gracia.


Solo hay una cosa peor que ser un perdedor y es ser uno de esos tipos que se sientan en un bar a contar la historia de como se volvieron perdedores
Homer Simpson · The Simpsons