miércoles, junio 27, 2007

Huidas

Está sentado solo en la barra y su sombra dos taburetes mas allá. En ese punto del cuarto whisky en que no queda otra que apurarlo y pedir el quinto. Sé quien es, Richard J. Daley, pez gordo de Chicago al que hacía mucho que no veía por el Korova. Su nombre es una leyenda que han enterrado tantas veces que su risa huele a necrológica.

Conocí a Richard hace años, en la facultad de derecho y pronto aprendí que era la clase de tipo que copia hasta en los exámenes de caligrafía. Como le escuché decir una vez a Peter Cost, si entras por alguien así en una bronca, en el reparto él se lleva un guantazo y tu una docena.
Su carrera se disparó como sólo corren los tipos que tienen la moral en barbecho. Adquirió fama en su defensa de Joe Valachi, convenciendo al jurado de que actuó en defensa propia en un asunto en el que a un pobre tipo le tuvo que hacer la autopsia un experto en puzzles. Sus nuevas amistades dieron el lustre necesario a su carrera para promocionar sus zapatos y acabó enrolado en la fiscalía como primer ayudante. Cuando en un atentado intentaron volar por los aires su coche y lo único que salió dañado fue su perfume, creció la leyenda de que un tipo así solo muere por llegar a una cita demasiado pronto.
En sus primeras elecciones partía con gran desventaja de su rival. Se decía de él que era el cadáver más fresco de la ciudad. Entonces, unas fotos de su rival con la dignidad enterrada entre los muslos de una quinceañera le hicieron el boca a boca a su carrera. Tiempo después, en el oscuro asunto de las comisiones al servicio de recogida de basuras parecía que su carrera quedaría cerca del desguace, pero Richard se movía con demasiada habilidad en esos terrenos. Una colección de billetes de los grandes desbrozó el camino que va de un bulo a la verdad.

Y ahora, al verle sentado en el Korova con sus ojos vidriosos, sé que sigue siendo el mismo tipo capaz de vigilar el escote de la camarera mientras piensa en como saldrá del lío. El sindicato de camioneros hace una semana que tiene puesta patas arriba la ciudad; los piquetes tienen el control de las calles; y crecen los rumores de su dimisión. La gente asegura que no podrá salir de esta. Incluso yo tengo mis dudas. Por lo menos, hasta que vi a Salvatore Greco en la puerta del Korova. Rodeado de sus matones.
Y enseguida noté la suave brisa que sopla cuando alguien se deja abierta su conciencia de par en par.


– Llevo cuarenta años librando una guerra. Una guerra sin batallas, sin honor, pero sí con pérdidas. Ella murió mientras yo navegaba. La dejé viuda cuando nos casamos.
Captain Marko Ramius (Sean Connery) · La caza del Octubre Rojo