miércoles, enero 31, 2007

Lección de historia (1 de ?)

A los clientes asiduos. A los futuros. A los que nunca volverán.

En la 22 con Daven Avenue, la antigua Robey Street, en mitad de lo que fue coto privado de los hermanos O’Donnell, un neón que jamás se encendió anuncia, con caligrafía femenina totalmente fuera de lugar, el Korova’s Club.

En noviembre de 1929 nadie en Chicago había oído hablar del Korova. Quizá unos pocos en el West-Side intuían que aquel sólo era uno más de los pequeños locales a los que la Ley Seca había condenado a una muerte lenta e injusta.
Jacob Eliezer, un judío que gastó toda su suerte salvando la vida en el gueto, había fundado el local cuatro años antes asegurando que aquella cruzada moral contra el alcohol era solo una broma de mal gusto. Fue su primer error. El último fue pensar que la mejor publicidad posible era cabalgarse a Sharon Lefferts, una falsa pero convincente rubia cuya principal medida de ahorro era usar la sal de las lágrimas como desmaquillador.
Las peores lenguas contaban que la habilidad de Sharon con la suya propia había conquistado el exquisito paladar de Myles O’Donnell. Poco dado a los melodramas, Myles decidió hacer comprender a Jacob que una cosa era bailar con la chica del gangster y otra contar cuánto te había gustado. El 14 de noviembre encontraron a Eliezer aguantando la respiración en el Michigan con un profundo tatuaje en el cuello en el que podía leerse Propiedad Privada. El menor de los O’Donnell reservó para Sharon una sesión de masaje y un billete de vuelta a Welby, Colorado.

El Korova caminó entonces apoyado en los hombros de Ned ‘Tres Piernas’ Hogan, hombre de confianza de los O’Donnell, cuya capacidad para manejar un club nocturno era inversamente proporcional al tamaño de su miembro. La mañana en que Myles y ‘Klondike’ O’Donnell aparecieron en la lista de enemigos públicos del Chicago Tribune corrió tanto champán gratis en el Korova que hasta los vagabundos de la puerta pidieron limosna en francés.
No fue la gestión de Hogan la que cerró las puertas del local. Capone se encargó de matar las luces del Korova el día que decidió que si bien no podía ser el rey del mundo, al menos podía serlo de la ciudad. Aquella noche de 1931 Hogan acabó con tanto plomo en el cuerpo que nunca se supo si fue trasladado a la morgue o al desguace.

Hasta mitad de los años 50, el Korova fue sólo un cementerio de madera y vidrio cuyos únicos huéspedes fueron los gatos de clase baja. Pero en aquella ciudad - que había sobrevivido al maldito viento, la Prohibición y unos White Sox en horas bajas -, la muerte a veces te permitía una revancha…
Un joven de Jersey con aspecto de inspector de seguros y timbre de diva de cabaret, un tal Dave Mannilow, solicitó permiso al alcalde Kennelly para reabrir el local. Mannilow era un tipo listo. Un relaciones públicas nato que hubiera sido capaz de negociar tablas con el rey postrado en el tablero. En poco más de seis meses transformó el Korova en lo que nunca fue. Durante casi una década el Korova’s Club dictó la norma en el West-Side y en todo Chicago. Trajes: seda y pelo de camello. Putas: caras y con modales de princesa. Whiskey: escocés, 18 años. Gente: la mejor. Fueron los buenos tiempos

Sin embargo algo debió fallar en la fórmula magistral de Mannilow. Un trozo de casualidad o un error de cálculo que convirtió el Korova en algo muy diferente. Ahora los clientes sólo buscan borrar las cicatrices de sus cuerpos con licor barato mientras sus almas esperan en la puerta. Ahora, el Korova es un local donde a veces el silencio es tan perfecto que puede oírse como el humo azota el techo… Ahora se escucharía el mismísimo latido de los corazones si esos corazones no hubieran dejado de palpitar hace mucho tiempo.



_ Estamos a 150 km de Chicago. Tenemos medio deposito de gasolina. Medio paquete de cigarrillos. Es de noche, y llevamos gafas de sol.
_ ¡Tira!
'Joliet' Jake Blues (John Belushi) y Elwood Blues (Dan Aykroyd) · The Blues Brothers

martes, enero 23, 2007

Los tiempos han cambiado


La distancia que separa a un tipo con orgullo y dignidad del que siempre puso la otra mejilla suelen ser unos cuantos años de prisión. A eso se refería el viejo profesor Gus Revert la noche que unos tipos se enzarzaron en el Korova en un simulacro de pelea en la que lo único que salió lastimado fue la sintaxis. Gus sacudía la cabeza, molesto, y supe que echaba de menos los viejos tiempos. Aquella época en que los tipos eran duros de verdad y con cada bronca cambiaba la decoración del club.

Echaba de menos a tipos como Frank Costello aquel mafioso que usaba uno de los grandes como posavasos y dejaba propinas que parecían balazos. Frankie había hecho fortuna durante la prohibición y solía venir por aquí con alguna de esas mujeres que cuando decía mírame tenía que especificar “a los ojos”. Eran los buenos tiempos de Costello, cuando se codeaba con Rocky Marciano y Tony Galento y las chicas hacían horas extras para poder pasar por delante del campeón mundial de los pesos pesados suspirando por un derechazo directo a su cuenta corriente.

Era la época en que aquellas cuatro simpáticas ratas se escapaban de Las Vegas para dejarse ver. Jamás vi a cuatro tipos tan borrachos encima de un escenario ni recuerdo a la parroquia del Korova disfrutar tanto del espectáculo. Eran una sabia combinación de música, whisky y chistes fáciles que hacían las delicias del público. En una hora con ellos se pasaban varios días. Corrieron tantas leyendas sobre ellos que daban ganas de inventarse verdades. Como la que contaba Anna Sapiro, aquella chica del club que pasó la noche con su líder, Frankie Sinatra, sobre el que corrían miles de historias sobre su pene. “Pike, aquello fue lo más grande que ha pasado nunca entre mis piernas”. Viniendo de una mujer que ha tenido trillizos, estas cosas se toman en cuenta. Aquella época terminó hace mucho, pero dejó en el Korova una atmósfera que resistía cualquier redada. Hoy día puedes seguir entrando a por una copa y encontrarás a mujeres que lo único blanco de su sonrisa serán los ojos.

“Pike, muchacho", me contaba Joe el Cieno, "cuando entré por primera vez a este local sabía que encontraría una porción de cielo entre las piernas de cualquier chica. Ahora, cuando miro su entrepierna, lo único que veo es la ranura para pagar con la tarjeta". Hoy las cosas han cambiado. La dignidad se paga al contado y cuesta encontrar a un tipo al que le interese saber que lo que hay entre el cielo y el suelo normalmente es un infierno.



Uno no se reforma, sólo pierde fuerza con el tiempo.
Carlito 'Charlie' Brigante (Al Pacino) · Atrapado por su pasado

miércoles, enero 17, 2007

Interrogación


_ ¿Qué hay de la chica del aeropuerto?
_ ¿Melanie? ¿La periodista? Fue un interés meramente laboral.
_ ¿Meramente laboral?
_ Joder, ¿acaso crees que me follo a todo lo que se pone a tiro?
_ ¿Acaso es necesario que te responda?

domingo, enero 07, 2007

Llega pronto el veintiocho

Alberto estudia filosofía en la universidad a distancia. Sus conversaciones son profundas y atropelladas. Suenan a caja de música, carillón y anécdota gastada, como si abrieras el viejo arcón de la abuela. Me dijo una vez que podías considerarte viejo cuando ese alguien al que tanto admiras es apenas un niño comparado contigo. Admitía como segunda opción, que pudiera asociarse el paso a la madurez con la ampliación del rango de edad de las mujeres con las que mantendrías una relación seria sin reparos (para tener sexo, decía, nunca nos importó demasiado ese rango, ¿no crees?). Alberto tenía todo un vademécum de síntomas para esta incurable patología. Preferir evitar las resacas a sufrirlas estoicamente; y puestos a tener una, mejor con un reserva que con vino peleón. Dormir mal y no recordar qué soñaste. Olvidar toda aquella mamarrachada del carpe diem

Elena es decoradora. Lleva años sin poner velas en su tarta de cumpleaños, pero sigue teniendo, de largo, el mejor culo de toda su oficina. En verano, su pantalón de lino blanco y su tanga invisible transforman el departamento de interiorismo en la Sol - Gran Vía de hora punta. Es redondo, firme y rebate empíricamente a ese tal Newton y su frutal Ley de la Gravedad. Pero ese no es el caso - nos desviamos Flavio -. Elena, es de recibo, se decanta por los signos físicos como detector infalible de la vejez. Curvas de la felicidad y pieles de naranja. Pavor a contemplar el escaparate de la pastelería porque ingerir azúcar, aunque sea por la vista, hace que nuestro culo tiemble un mes. Peinar canas. O peor, no peinar nada. Resacas que duelen. Generación espontánea de patas de gallo. 3 en 1 para engrasar las articulaciones. Me duele la rodilla, eso es que va a llover… Y el signo definitivo. Ese ecosistema de matorral rubio que aflora del interior de tu pabellón auditivo. Estás jodido. Date por muerto, vaquero.

Jonás es una canción de Los Secretos con piernas. Un amasijo de melancolía y pesimismo embutido en un disfraz de faquir. Siempre dice que quizá todo sea más simple y sencillamente comenzamos a envejecer el día en que nos preguntamos si lo somos. Los amigos ya no planean el futuro, ni discuten el presente, sólo rememoran el pasado. Como Jorge Manrique y su cualquier tiempo pasado fue mejor. Sospechas que Chandler era más joven que tú el día que se quedó atrapado en un cajero. Estás más cerca de la edad de los hermanos Fratelli que de la de los Goonies. Hay días en los que Jonás estalla: ¡Los juegos de Atari sí que eran adictivos, joder! ¿Os hace una partida al Scalextric? ¡¡Pero si yo era heavy!!

¿Tan horrible es ser viejo? ¿Tan malo es simplemente madurar y olvidar a Peter Pan, a Nunca Jamás, y a esa traidora de Wendy? Soplar viejos castillos de naipes. Aceptar rutinas. Recordar batallitas y no vivirlas. Pronunciar aquello de “los jóvenes de ahora…”
Me temo que sí. Putos cumpleaños. Reputos si no hay quién celebrarlos.


La vejez es la única enfermedad de la que uno ya no espera jamás curarse.
Mr. Bernstein (Everett Sloane) · Ciudadano Kane