viernes, septiembre 29, 2006

Horrorosos monstruos, fantasmas

No recuerdo que me asustaba de pequeño. Me cagué de miedo con la niña del exorcista, los bichos de Alien y los chistes malos de Freddy Krueger. Pero eran casos puntuales. Mi hermano, sin embargo, estaba obsesionado con el Lobo de París. Creía que todas las noches acampaba en su armario e hizo que se meara en la cama hasta los diez años. No le hizo falta verlo en ninguna película, ni que le amenazaran con su ataque en caso de mal comportamiento; fue curioso como el mero hecho de escuchar la canción de La Unión ideara en su imaginación un monstruo que le acompañó hasta la edad del pavo.

De mi época como estudiante (suena terriblemente mal esto) sí recuerdo mis fantasmas nocturnos. En el colegio, el instituto, la universidad, pasaba noches en vela acojonado por exámenes, la Selectividad, las prácticas de Programación Metódica... Pesadillas de un día que se repetían con diferente forma pero con el mismo fondo. Me engañaba pensando que cuando acabara todo aquello - febrero, junio y septiembre, la presión de los exámenes -, los fantasmas se irían por donde habían venido y que después de aquello mi último recuerdo al despertarme sería la cavernosa voz de Manolete elucubrando sobre los próximos fichajes del Atleti. Me engañaba…

El miedo no desparece cuando finalizan los exámenes, los madrugones, el café y el repaso de última hora. Cuando esos fantasmas se marchan, salta al campo el equipo titular de nuestras pesadillas. Los fantasmas que asustan de verdad, que tienen la fea costumbre de no desaparecer al despertar y de hacernos compañía en el desayuno, en el trabajo, en el bar. Me van a echar del curro, sigo en casa de mis padres con casi 30 tacos, mi novia va a abandonarme, no tengo ni un puto duro ahorrado, ¿dónde se han ido algunos de mis amigos? ¿cuándo se irán los que se han quedado?... Fantasmas que vuelan en business que dejan a aquellos monstruos infantiles como meros aficionados, problemas de diván de psicólogo difíciles de erradicar.
Echo de menos aquellos horrorosos monstruos, fantasmas, más dulces que los que ahora por las noches nos asaltan.


—¿No has visto Atracción Fatal?
—No, no me dejaste.
—Pues yo la he visto y me cagó de miedo. Hizo cagarse de miedo a todos los hombres de América.

Sam Baldwin (Tom Hanks) · Algo para recordar



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domingo, septiembre 24, 2006

¿Quién dijo que la belleza está en el interior?

Más de mil chicas se han presentado al casting de Supermodelo 2006, el nuevo concurso de Cuatro presentado por Judit Mascó, cuyo eslogan es (o fue) precisamente la pregunta que da título a esta nota. Dejando de lado el tufo a tele-bodrio que despide el programa, o la polémica generada por el dichoso eslogan que finalmente ha sido cambiado por el más ligero “Porque la belleza no sólo está en el interior”, es curioso como en prácticamente todos los aspectos de nuestra vida, el exterior influye. Y mucho.

Cuentan que una de las claves del éxito de Coca-Cola reside en la curiosa forma de su botella, similar (dicen) al cuerpo de una mujer. Packaging, re-styling, branding… y una recua de feos anglicismos pululan por las oficinas demostrando que eso de la belleza interior es un cuento chino con que lavan el cerebro a los patitos feos. Tónicos, hidratantes, exfoliantes, tratamientos antienvejecimiento, contorno de ojos y un sinfín de potingues se amontonan en los armarios del baño. ¡Dios qué tetas tiene aquella pava! El más feo para ti, bonita.

Lo jodido del caso es que esta cultura de la primera impresión, de lo exterior, me empieza a afectar incluso a la hora de elegir algo tan ajeno a ella, al menos en principio, como un libro o una película. “Los tipos duros no bailan”, Norman Mailer. “Que se mueran los feos”, Boris Vian. ¿Por qué elegí dos libros con títulos tan originales? ¿Coincidencia? Ir de caza por la FNAC sin ningún objetivo claro, nos conduce irremisiblemente a la sección de libros de bolsillo. Una vez allí, si bien revisas los títulos de tus editoriales favoritas, acabas echándole un ojo a la sinopsis de todo aquello que te llama la atención. Así fue como encontré “El caballero de la armadura oxidada”. Un bonito título. Un libro que podría comprar. Afortunadamente, no siempre te dejas llevar por este primer impulso y leí el resumen. Un primer párrafo con varios conceptos éticos y filosóficos me llevó a comprender que no era la novela ligera que andaba buscando.

Con el cine me ocurre algo parecido. Me gustan las películas de Isabel Coixet. Pero cuando se estrenó “La vida secreta de las palabras” casi me impulsó más a verla el título que el hecho de que fuera la última de la directora catalana, o que el siempre genial Tim Robbins apareciera en ella. El caso de la Coixet es curioso. Quien haya visto “Mi vida sin mí” se dará cuenta de que es imposible encontrar un título mejor; “Cosas que nunca te dije” es otro título, que además de encajar con la película como un guante, te llama la atención desde el momento en que lo escuchas.

Pero los títulos no siempre nos atraen. Gracias a ellos, también huimos como de la peste de cintas como “Furia total”, “Esperanza completa”… Es decir, los manidos títulos con la estructura SUSTANTIVO + ADJETIVO, tan típicos de los bodrios de sobremesa de Antena 3, generalmente based on a true story.

Me gustaría encontrar el título perfecto para cada ocasión. Pero jamás. Ni el cerebro más retorcido. Ni la más compleja de las ecuaciones. Ni en un millón de años. Jamás se logrará idear un título tan redondo, para una película, una novela, un producto o el titular de una noticia, como el de aquella mítica película de los ochenta: “El fontanero, su mujer… y otras cosas de meter”.

El fontanero, su mujer... y otras cosas de meter


—¿De dónde eres recluta?
—¡Señor, de Texas Señor!
—¡En Texas sólo hay vacas y maricones cowboy! ¡Y no veo cuernos! Así que ya sabemos qué eres.

Sargento Hartman (R. Lee Ermey) · La chaqueta metálica



jueves, septiembre 14, 2006

Con Sinatra de fondo en el Korova

Que Arthur era un tipo especial era tan obvio como que el agua moja y las putas cobran. Es difícil no ser especial cuando se nace en un barrio como el suyo, donde si te colgaban los mocos más de la cuenta los robaban para comérselos. Pero eso no molestó a nadie en el Korova.
Esquivó al destino creciendo todo lo fuerte y sano que es posible en una familia en lo que había tanto hambre que sus digestiones más largas duraban apenas unos minutos. Algunas noches, su padre, cuando llegaba borracho a casa, lo mandaba a la calle para que volviera con comida o una pulmonía, a elegir, mientras apuraba el fondo de una botella. Si bien estas penurias no acabaron con él, si dejaron herido algo en su interior que nunca se recuperó. Gus Revert, el viejo profesor, me lo explicó una noche en el Korova hablándome de Darwin: los hombres son como animales, lo que no acaba con ellos los hace más fuertes….y más animales.
Consiguió su primera pistola a los trece años, en un claro caso de matón vocacional, y en lugar de agua la llenó de balas. La tarde que volvió a casa y encontró a su madre llorando, manchadas las sábanas de sangre y mierda, se acercó a su padre y le descerrajó el cargador entero. Se acercó a él, mucho, lo bastante para asegurarse de que le salpicara en la cara. Cuando llegaron los policías le preguntaron porqué no había huido. Por qué no me oyó entrar, le disparé por la espalda, ¿no se nota?, les respondió molesto por tener que explicar lo evidente.
Cuando salió de la cárcel era una leyenda. Había peleado con guardas, funcionarios y psicólogos. Hasta los barrotes de la prisión le respetaban. Con los presos no tuvo problemas. La primera semana se le acercaron dos tipos con intención de hacerle un tacto rectal y Arthur se tomó la molestia de explicarles que de su culo se salía, no se entraba. Para hacérselo entender le reventó los testículos a uno y le metió la pata de una cama por el culo al otro. Tan adentro, que los médicos tardaron semanas en decidir por donde debían sacársela. Esas cosas ayudan bastante a que te respeten.
Los capos de la ciudad no tardaron en contratarle. Se unió a la banda de Paolo Torrisi, otro habitual del Korova, y comenzó una prometedora carrera como matón a sueldo. Era tan admirado que las noches que pasaba por el bar, Dave le tenía preparada una mesa de espaldas a la pared, su mejor whisky y dos chicas hábiles y complacientes muy del gusto de Arthur y, por qué coño engañarnos, de cualquier ser con algo vivo entre las piernas. Lo de las chicas era innecesario, porque como decía Peter Cost “a las mujeres solo les atraen dos cosas: los problemas y el dinero. Y no necesariamente en ese orden”. La reputación precedía a Arthur y ya ganaba más dinero del que le daba tiempo a gastar.
Era discreto y pulcro en su trabajo como un joyero judío. Y la gente válida siempre tuvo sitio al lado de Torrisi. Pronto hizo carrera y pasó de sacudirle a tipos de poca monta, a cobrar a los corredores de apuestas que se hacían los remolones. Cuando le vieron madera de tipo duro le destinaron a golpes más selectos. Eran los buenos tiempos en los que resarcirse del pasado, en los que con cada cena pedía tres postres.
Así le llegó su gran día. Le encargaron borrar a un tipo que debía pasta a Torrisi. La bomba que Arthur puso bajo su coche lo levantó tan arriba que indignó a algunos pájaros. Del tipo no quedó nada. Tuvieron que recoger su trozo más grande con pinzas. Estaba tan hecho trizas que el forense solo pudo certificar el fallecimiento del diez por ciento de su cuerpo.
Pero bastó para que la pasma reconociera a uno de los suyos. No les hizo gracia que el coche de su compañero quedara a puertas de bautizarlo como nuevo cuerpo celeste. Apretaron un poco las tuercas a algunos tipos y no tardaron en saber que ese coche había despegado sin autorización porque su dueño debía dinero.
Muchacho, el miedo se huele antes que la mierda le dijo Torrisi, lárgate de la ciudad antes de que alguien se vaya de la lengua.
Torrisi le envió unos meses al casino de unos amigos en Las Vegas a descansar, mientras le daba escolta a un italiano que retomaba su carrera de cantante por allí, un tal Franki Sinatra. Pero Arthur regresó en cuanto pudo. Pike, me dijo, he vivido siempre en las calles de esta ciudad. Lo mucho o nada que soy ahora mismo se lo debo. Dejarme matar en otro sitio es algo que no me podría perdonar. Esta ciudad es lo único en mi vida que me ha cuidado.
Me lo dijo una noche en el Korova mientras agarraba a una de las camareras de Dave, oyendo de fondo una canción de aquel italiano.


Es hora de demostrar a tu gente lo que vales, algunas veces eso implica morir, otras matar a mucha gente.
Dwight McCarthy (Clive Owen) · Sin City